jueves, 18 de julio de 2013

Verdades. Mentiras. Silencios.

A la hora de la verdad nunca decimos lo que desearíamos. Porque no es teóricamente correcto. Porque no estaría socialmente aceptado. Porque nos mirarían mal. Porque nos tomarían por locos. Porque podría estropear una amistad, un amor, una relación... o lo que sea. De modo que tenemos dos opciones: o callarnos o mentir. Malas las dos, pero no tanto como la verdad y todas sus consecuencias. Así al menos todo continúa con su estúpido orden establecido, las apariencias quedan intactas e impecables. Nada parece cambiar salvo nuestra conciencia, que se va consumiendo un poco más con cada mentira o con cada silencio que se ve obligada a interpretar. 

Solemos recordar perfectamente la última vez que nos vimos obligados a mentir. O la última vez que alguien se quedó mirando sin decirnos nada. Conocemos con claridad el sabor de mentiras que no debieron ser pronunciadas, y el dolor de un silencio con más significado que cualquiera de las palabras. Lo recordamos porque nos marca, nos deja huella. Nos fastidia mucho que las cosas no salgan como nos gustaría... pero, ¿de verdad una mentira nos parece en su momento mejor que la verdad? Claro que no. Pero por desgracia la razón suele ganarle al corazón, termina imponerse el sentido común antes que nuestros impulsos, esos que guardamos bajo llave dentro de nosotros y que con el tiempo terminan por perderse. Desaparecen, sin más. Se acostumbran a no salir, y al desvanecerse se llevan también nuestros sueños, nuestros deseos y por qué no, un poquito de nosotros mismos.

Así que ya sabes, la mitad de todo lo que escuchas son mentiras, y la otra mitad ni siquiera la llegas a escuchar. Y es que al final tenían razón: las cosas que no se dicen suelen ser las más importantes...